Edward «Ted» Kennedy: Brújula Fiel (True compass, traducido al español) – Pedro Ylarri

Edward «Ted» Kennedy: Brújula Fiel (True compass, traducido al español)

Ted Kennedy funeral
En una autobiografía inspirada por el cáncer que lo atormentó en el último año, Edward, la última gran figura de la dinastía Kennedy, traza una crónica sincera sobre los errores y virtudes que cometió a lo largo de su vida y revela el entusiasmo que le generó Barack Obama, a quien apoyó fervorosamente. A continuación, tramos del prólogo, en el que cuenta su último gran objetivo: llegar a hablar en la convención demócrata, en agosto de 2008, para respaldar el cambio que venía. En EE.UU., el libro salió a la venta el lunes, con una tirada inicial de un millón y medio de ejemplares.

Por Edward Kennedy*

Fue en un soleado día de primavera del 20 de mayo de 2008 cuando desperté de mi estado de somnolencia por los medicamentos en una cama de hospital de Boston y miré el rostro de un médico, quien me explicó de manera sombría que estaba a punto de morir, y que sería mejor que empezara a ordenar mis asuntos y preparar a mis amigos y a mi familia para el final.

Mientras estaba en la cama del hospital, mis amigos y vecinos de Cape Cod se encontraban preparando sus barcos de verano. Tenía la intención de estar entre ellos, como de costumbre. Los Red Sox de Boston eran una buena apuesta para defender su campeonato mundial. Se encontraba en curso la campaña para las elecciones primarias para la presidencia. Mis colegas del Senado pujaban hacia adelante nuestra agenda legislativa. Y yo tenía trabajo que hacer.

No. Por mucho que respeto a la profesión médica, mi muerte no encajaba en mis planes.

Me negaba a pensar que me enfrentaba a una amenaza grave e impactante para mi vida. Los primeros síntomas de lo que podía ser un tumor cerebral maligno los había tenido tres días antes. Habían caído sobre mí cuando me dirigía hacia la cocina de mi casa de Hyannis Port, un lugar que ha sido el centro de mi vida y de mi felicidad durante la mayoría de mis setenta y seis años. No tenía otra intención que sacar a pasear a Sunny y Splash, mis muy queridos perros. Mi esposa, Vicki, y yo estábamos conversando y tomando nuestro café de la mañana en el solárium.

La vida parecía especialmente buena. Los dieciséis años de matrimonio con Vicki habían sido buenos. Su aguda comprensión y su amor por mí la habían convertido en una compañera indispensable. Hemos compartido incontables horas de alegría a bordo de mi antigua goleta de madera Mya, incluyendo noches de vela a lo largo de la costa, guiados sólo por las estrellas. Vicki me había dado tal sensación de estabilidad y tranquilidad, que casi había empezado a pensar en la vida en esos términos, estable y tranquila. Pero nunca aburrida. Ciertamente no podría serlo con esta divertida, apasionada, leal y tan enamorada mujer.

Vicki y yo habíamos disfrutado de un invierno y principios de primavera especialmente estimulante. El 27 de enero, emocionado e inspirado por Barack Obama y la esperanza que encarnaba, subí al podio en la American University en Washington para apoyar su candidatura presidencial. Las mejores esperanzas de la historia y el presente se convergían en torno a mí. Mi sobrina, Caroline Kennedy, estaba a mi espalda, junto a mi propio hijo Patrick y el mismísimo candidato. La multitud rugió su aprobación a mi mensaje. Y sentí que me alzaba con un renovado optimismo por mi país, y por las inesperadas notas de un viejo clarín que me llamaban una vez más a la campaña. Otros años, otras tribunas, otras aventuras respecto del pasado. “Es hora de una nueva generación de liderazgo”, declaré a la multitud de espectadores que permanecían frente a nosotros, como también lo hacía otra voz resonando en los pasillos de mi memoria.

Me sentí feliz y exuberante por el agotamiento inevitable de la campaña de las primarias demócratas, tal como me había sentido en Wyoming y Virginia Occidental en 1960 por Jack, y en Indiana y California en 1968 por Bobby. “¡Nadie dijo que no podíamos tener un poco de diversión!”, le grité al público latino en San Antonio, antes de cantar a todo pulmón mi versión española de ¡Ay, Jalisco, no te rajes! Me divertí tanto que la volví a cantar en Laredo. A mediados de mayo, Obama había ganado la crucial primaria de Carolina del Norte y tomó la delantera en cantidad de delegados. Algunos comentaristas ya declaraban el fin de la contienda. Sin duda tuve la intención de mantener la campaña a favor de él a finales de la primavera y el verano, pero no hubo tiempo de escabullirse en Nantucket Sound.

El 16 de mayo participé en una ceremonia en uno de mis sitios históricos favoritos, el New Bedford Whaling National Historical Park, donde me uní al congresista por Massachusetts Barney Frank y a otros, para cortar la cinta de inauguración del centro de aprendizaje marítimo Corson. Barney y yo habíamos obtenido créditos para reparar y hacer otras mejoras al edificio, después de haber sido dañado en un incendio en 1997. Me sentí especialmente bien ese día, y entonces deshice mi discurso preparado para hablar desde mi corazón sobre el amor que sentía por New Bedford, por su mar, y por cómo ese parque se conecta con nuestra historia. Vicki me dijo, después de eso, que Barbara Souliotis, nuestra querida amiga y jefa de Personal de toda la vida de mi oficina de Boston, quien estaba sentada a su lado, se volvió hacia ella y le susurró: “¡El vive realmente en el día de hoy!”. El cambio se percibía en el aire. Y mañana, Vicki y yo disfrutaríamos de nuestra primera navegación del año. Pero a la mañana siguiente, todo cambió.

Acababa de atravesar el living y estaba a dos pasos del piano de cola de mi madre, Rose, que solía tocarlo para la familia hace medio siglo. (…) De pronto, me sentí desorientado. Me acerqué a la puerta que conduce al porche, y me dije: “Bueno, voy a salir y tomar algo de aire fresco”. No llegué a ir afuera. Todo me parecía confuso; caminé hasta pasar la puerta principal y luego ingresé en el comedor y me senté en una silla. Es lo último que recuerdo hasta que me desperté en el hospital.

Más tarde me enteré de que había sido hallado casi de inmediato por Judy Campbell, nuestra empleada doméstica. Judy llamó a Vicki, quien todavía estaba en el solárium esperando mi regreso. Cuando Vicki me vio, corrió a mi lado, y le encargó a Judy que llame al 911, y luego a mi médico en Boston, el Dr. Larry Ronan. Mientras esperaba que llegue el equipo de rescate, Vicki se sentó en la silla a mi lado y me sostuvo la cabeza. Yo no estaba consciente de lo que hacía, pero me abrazó con ternura, me besó y me dio palmaditas en la mejilla mientras me susurraba: “Vas a estar bien”.

Tomó tan sólo cuatro minutos que llegara la primera persona. Era un oficial de policía de Hyannis, quien le dijo Vicki que “era un médico del Ejército”. “¡Oh, gracias a Dios! ¡Adelante!” Los paramédicos llegaron cerca de medio minuto más tarde. Nadie sabía qué diagnóstico darme. Sospecharon de un derrame cerebral. Me prepararon para llevarme al hospital. (…) Vicki, sentada en el coche mientras me preparaban e incluso antes, llamó por teléfono a tantos miembros de nuestras familias como pudo. Me lo explicó más tarde: “Sabía que esto iba a estar en las noticias, y no quería que ninguna persona cercana se enterase de esa manera”. (…)

El lunes siguiente la biopsia confirmó que tenía un tumor cerebral, un glucoma maligno en mi lóbulo parietal izquierdo. A Vicki y a mí, en privado, se nos dijo que el pronóstico era sombrío: tan sólo unos pocos meses como máximo. Yo respeto la gravedad de la muerte, he tenido muchas ocasiones para meditar sobre sus intrusiones. Pero no estaba dispuesto a aceptar el pronóstico del médico por dos razones.

La primera fue mi propia obstinada voluntad que ejerzo frente a la adversidad, uno de los muchos hábitos de disciplina que mi padre inculcó en mí y en todos mis hermanos y hermanas. Nos enseñó a nunca darse por vencido, a nunca aceptar pasivamente el destino, y a agotar en cambio hasta la última gota de voluntad y esperanza frente a cualquier reto. (…)

La segunda razón fue la forma en que el mensaje fue entregado. Francamente, me enfureció. Soy realista, y he oído malas noticias en mi vida. No espero ni necesito ser tratado con guantes de seda. Pero sí creo en la esperanza. Y creo que el aproximarse a la adversidad con una actitud positiva, al menos, le da a uno una oportunidad de éxito. Acercarse con una actitud derrotista predestina el resultado: la derrota.

Por difícil que era escuchar las noticias acerca de mi enfermedad, no era nada en comparación con los golpes que había sufrido cuando dos de mis hijos habían sido diagnosticados con formas especialmente letales de cáncer. Cuando Teddy Jr., entonces de doce años, descubrió el bulto debajo de la rodilla que resultó ser cáncer de huesos en 1973, nuestro médico nos advirtió que muy pocas personas sobrevivían a esa forma de la enfermedad. Estábamos decididos a que Teddy sería una excepción. Su pierna tuvo que ser amputada y tuvo que soportar dos años de los más dolorosos, medicación y terapia. Pero, mientras escribo esto, Teddy es un cuarentón felizmente casado, empresario y abogado, y padre de dos hijos preciosos.

Y luego, en 2002, a mi hija Kara se le diagnosticó “cáncer inoperable” de pulmón. Se enfrentó a las probabilidades de supervivencia. Al igual que con Teddy, la familia se negó a aceptar ese pronóstico. Hoy en día, mientras escribo esto, Kara está sana, y es una activa madre de dos hijos que están floreciendo.

Y así fue como enriquecidos con la experiencia y nuestra fe, Vicki y yo decidimos volver a luchar. Y empezamos a desarrollar un plan de acción: “Vamos a dar un paso a la vez”, nos decíamos el uno a otro. (…)

Mientras navegábamos y digeríamos la noticia, le pedimos a nuestro querido amigo y doctor Larry Horowitz que alineara un equipo de médicos para que pudiéramos consultar. (…) Al final de la reunión con ellos, se había decidido un plan para la cirugía, seguida de quimioterapia y radiación. A diferencia de algunos tipos de cáncer, el mío sería tratado como una enfermedad crónica, que requiere tratamiento continuado después de la fase inicial. (…)

La cirugía se realizó como los médicos esperaban. Y entonces Vicki y yo nos fuimos felices a nuestro hogar en Hyannis Port, para una semana después empezar a planificar nuestros pasos hacia un objetivo secreto que ella y yo habíamos acordado: si todo salía bien, viajaríamos a la Convención Nacional Demócrata en Denver, para poder hablarles a los delegados.

Ser capaz de hablar en la convención demócrata en agosto se convirtió en mi misión y fue lo que tuve mente durante las sesiones de radiación y la quimioterapia durante el verano. El calendario se nos presentaba en nuestro favor: la radiación terminaría en julio, y nos habían dicho que podía esperar que la energía me volviese luego de eso. La convención debía ser a finales de agosto. Se me presentó como el objetivo ideal.

Mientras el verano se prolongaba, sentí que mis fuerzas volvían, tal como los médicos habían predicho. Sin embargo, no había garantía médica de que iba poder continuar con mis esperanzas. Y entonces decidimos mantener este proyecto en secreto.

Volamos a Denver el domingo 24 de agosto, un día antes de la convención abierta. En el apartamento en Denver que había alquilado, mis colaboradores y yo empezamos a estudiar mi discurso en un teleprompter. Después de un minuto o dos, levanté la mano y dije: “Realmente no me siento bien”. Sentí un fuerte dolor en mi costado y no sabíamos lo que era. Me llevaron a un hospital rodeado por tres médicos, todos ellos, casualmente, llamados Larry.

Increíblemente, después de atravesar la cirugía cerebral, la radioterapia y la quimioterapia y de haber logrado mi objetivo de estar listo y preparado para presentarme a los delegados en Denver, comenzó a dolerme, de la nada y por primera vez en mi vida, una piedra en mi riñón. Cuando los médicos estaban preparados para administrarme un analgésico muy potente, mi mujer, que suele ser imperturbable en medio de una crisis, rompió a llorar.

La apertura de la convención estaba programada para las 6 de la tarde. Alrededor de las 4.30 me desperté y le dije a Vicki: “Probablemente debería levantarme ahora y ver si puedo caminar sin caerme”. Logré hacerlo desde mi cama hasta el final de la habitación. (…)

“Vayamos”, dije luego. Vicki y yo íbamos sentados en los asientos del medio, entre el conductor y los doctores. (…) Yo puedo con esto, me seguía repitiendo a mí mismo. Yo puedo con esto.

Mi sobrina Caroline Kennedy hizo una introducción hermosa y emocionante. Y tras una película espectacular oímos la voz de locutor: “Señoras y señores, el senador Edward Kennedy”. Eso fue todo. Showtime. Mi esposa me acompañó al escenario y al podio, me tomo la cara, y me besó. Y luego fue a sentarse con el resto de nuestra familia. Y así, en la noche del lunes 25 de agosto de 2008, puede cumplir un sueño personal que no morirá jamás. “Es tan maravilloso estar aquí”, dije a los delegados en medio de los aplausos. “Nada, nada iba a mantenerme alejado de esta reunión tan especial,” agregué.

*Traducción: Pedro Ylarri.

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